El extraño mundo del Sr. Sheldrake
Cuando un árbol es cortado en pequeños gajos, cada gajo puede volverse un nuevo árbol. ¿Se encuentra el secreto del fenómeno en el ADN, o es posible otra explicación?
Por Leonardo Vintiñi – La Gran Época
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24.02.2008 13:12 |
“El universo es más como un organismo que como una máquina”.
Mientras un ejército de científicos y genetistas se desvela en la carrera por resolver los últimos misterios del ADN, un controvertido biólogo británico explica, sin prisa pero seguro, cómo es que nuestra anatomía y pensamientos se encuentran relacionados con el universo mediante fuerzas místicas e imperceptibles.
Al contrario de lo que la biología mecanicista expone, el biólogo Sheldrake cree que los genes no representan el punto determinante a la hora de dar forma a los seres vivos. Al igual que una semilla no contiene árboles microscópicos en su interior, el autor de A NewScience of Life sostiene que los genes no son capaces de contener la información necesaria para moldear una anatomía vegetal, animalo humana.
Pero, para comenzar a comprender las locas ideas de Rupert Sheldrake, tal vez sea necesario situarse en el principio mismo de la cuestión: el Big Bang.
Según Sheldrake, desde el comienzo de su existencia, el universo fue adquiriendo ciertos hábitos particulares y desechando algunos otros. Con el tiempo, tales hábitos se desarrollaron como una suerte de memoria incorporada o, desde el punto de vista mayoritario, como “leyes de la naturaleza”.
Pero esta idea no es de vanguardia, ni propia del biólogo holístico, ya que mucho antes que Rupert Sheldrake, el autor británico
Samuel Butler propondría en “Vida y hábito” que los instintos animales, la forma en que se desarrolla un embrión, e incluso átomos, moléculas y cristales, debían provenir de una forma de memoria inherente. Por ejemplo, el movimiento de un átomo es independiente a cualquier intención del hombre. Mientras un protón, un neutrón y un electrón (o una cantidad X de cualquiera de ellos) se encuentren dando vueltas por allí, instantáneamente la memoria inherente del universo hará lo que ha sabido hacer durante milenios: ensamblarlos en un átomo. Claro que, desde el punto de vista tradicional, se podría alegar que las leyes de la naturaleza tales como atracción nuclear fuerte, electromagnética, etc., fueron las que inevitablemente terminaron por unir al átomo. Sheldrake presenta una nueva teoría desde el origen, y como toda nueva teoría, he aquí el dilema que suele acompañarla: dosideas para un mismo fenómeno; una imposibilidad incómoda.
Continuando con el hilo del razonamiento, Sheldrake traslada el mismo ejemplo a uno de los enigmas más grandes de la biología actual, un enigma por el cual muchos científicos no muestran mayor interés: ¿Cómo crecen y se desarrollan los organismos a través del estado primigenio? ¿Cómo crecen las plantas a partir de las semillas? ¿Cómo se desarrollan los embriones a partir de células fertilizadas?
En el siglo XVII, la teoría mecanicista suponía que un mecanismo de sucesión válido era uno en el cual un roble en miniatura podía ser contenido por su semilla (la bellota).
De este modo, lo único que el roble debía hacer era recibir agua, sol y alimento para desarrollarse como tal. Pero esta idea suponía otro dilema: si un roble pequeño estaba contenido en la bellota, eso quería decir que las futuras bellotas destinadas a crecer del roble también tendrían que encontrarse ya formadas. Y dentro de tales bellotas, robles más pequeños, y dentro de ellos… ad infinitum.
Más allá de lo jocoso que la idea pueda parecer en el presente (incluso para un estudiante promedio) debemos recordar que la historia de la ciencia ha sido reescrita una y otra vez sobre teorías tanto o más irrisorias que esta. Sólo cabe recordar la generación espontánea de moscas a partir de carne podrida, o el “desarrollo e involución de órganos según la necesidad” de J. B. Lamarck. Hoy en día parecen un chiste; en su época, dictaban la norma.
La actual teoría genética supone para Sheldrake una nueva máscara para la vieja idea del preformacionismo; el roble no sería ya un producto en miniatura dentro de la bellota, sino que estaría codificado dentro de los genes de la bellota, la cual a su vez proviene de los genes de un roble, el cual proviene de una bellota… ad infinitum.
Entre el ADN y el alma
Las polémicas teorías de Sheldrake no son, lo que se dice, nuevas. Los aristotélicos y los platónicos ya intuían algo al respecto. Los primeros sostenían que todas las especies tienen su propia especie de alma, y que ésta es la verdadera forma del cuerpo; un alma de roble contiene al eventual roble, como un molde a un budín. Convergiendo con el razonamiento moderno, el doctor de Cambridge opina que decir que el ADN posee un “plano tridimensional del organismo” es atribuirle propiedades que no están comprobadas. “Sabemos lo que hace el ADN” dice Sheldrake. “Codifica las proteínas, codifica la secuencia de aminoácidos que forman lasproteínas. No obstante, existe una gran diferencia entre codificar la estructura de una proteína y programar el desarrollo de un organismo entero. Es la diferencia entre fabricar ladrillos y construir una casa con esos ladrillos”.
Los científicos genéticos saben desde hace años, que la molécula de ADN sólo codifica los ladrillos estructurales a partir de los cuales el cuerpo toma forma, y funciona. Pero de aquí a saber cómo las células especializadas del ojo, el páncreas o los nervios “saben” dónde formarse continúa en el más profundo de los misterios. “El ADN solo no puede explicar la diferencia de forma; se necesita algo más para explicar la forma”, asegura Sheldrake.
Actualmente se considera que tales fenómenos de posicionamiento anatómico desde el embrión hasta el adulto, dependen de lo que se denominan “patrones complejos de interacción físico-química no comprendidos plenamente todavía”. Pero según el biólogo, esto es lo que se conoce como emitir pagarés para futuras explicaciones que todavía no existen. Como tal, no es realmente un argumento objetivo; es meramente una declaración de fe.
Así, el Sr. Sheldrake, igual de polémico que de carismático, no baja la guardia a la hora de fomentar un cambio de nuestros conceptos desde el clásico reduccionismo científico, a una mentalidad más “holística”. De suerte que no continuemos como en el siglo XVI, intuyendo que cada roble se alberga dentro de una pequeña bellota; de suerte que no continuemos repitiendo el ciclo de negación, polémica innecesaria, y aceptación tardía… ad infinitum.
El extraño mundo del Sr. Sheldrake (2ª parte)
En ocasiones, nuestro pensamiento parece estar ligado al del resto de los seres de la raza humana. Según la ciencia actual, esto se reduciría a mecanismos psicológicos; según Sheldrake, todos somos partes de un gran campo mórfico
Por Leonardo Vintiñi – La Gran Época
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11.03.2008 14:18 |
“Podríamos contemplar el origen del universo y la creatividad que contiene como un misterio impenetrable y dejarlo así. Si decidimos explorar más allá, nos encontramos con la presencia de varias antiguas tradiciones de pensamiento sobre el origen creativo último, bien sea éste concebido como el Único, Brahma, el Vacío, el Tao, el Abrazo eterno de ShivayShakti o la Santa Trinidad”. Dr. Rupert Sheldrake
Cuando los científicos en los laboratorios de cualquier parte del mundo intentan sintetizar un nuevo tipo de cristal, frecuentemente dan nota de cuán difícil y extenuante puede resultar dicha tarea. Sin embargo, cada vez que el hecho llega a consumarse, los demás laboratoristas del mundo, inevitablemente, no tardan mucho más en alcanzar la síntesis del nuevo compuesto químico. De hecho, cuantas más veces se produzca la cristalización del compuesto en cuestión, tanto más fácil logrará hacerse el procedimiento en las veces subsiguientes.
Este curioso fenómeno, conocido por los científicos del mundo entero por la “hipótesis de los barbudos itinerantes” es uno de los fenómenos más incomprensibles que los químicos de hoy en día se ven obligados a explicar. La argumentación más “racional” a este fenómeno, cuenta con que uno de los laboratoristas donde originalmente se había logrado el compuesto, hubiera alojado en su barba, ropa y/o efecto personal, una partícula del cristal para, luego de un viaje al laboratorio amigo, depositar a ésta en la habitación, mesa de trabajo o algún lugar cercano donde la partícula actuaría como nuevo núcleo de cristalización.
Pero dicha hipótesis presenta un dilema: ¿Qué ocurre cuando el compuesto se logra sintetizar después del ensayo original sin la participación de ninguno de estos “científicos barbudos” ocupándose de viajar de un lugar a otro? La respuesta, igual de ingeniosa que la primera, sugiere que las partículas del cristal podrían viajar por el aire de un lugar a otro, produciendo un fenómeno que aparenta un milagro.
Sin embargo, Rupert Sheldrake, el controvertido biólogo doctorado en Cambridge, no precisa de barbudos viajeros ni de milagros para explicar el proceso que atañe a los cristales. Para Sheldrake, éste y muchos de los fenómenos hasta ahora incomprensibles para la biología, serían fácilmente explicables si nos introdujéramos en el universo de los “campos mórficos”.
Pero, ¿de qué trata la teoría de los campos mórficos? Un extraño fenómeno protagonizado por los macacos de la isla japonesa de Koshima suscitó la atención de los biólogos en general a finales de los años 50. Cuando en 1952, un grupo de científicos de la isla, que alimentaba a los monos con batatas sucias, notó cómo una de las hembras llamada “Imo” comenzaba a adoptar el hábito de lavar la comida en un arrollo, se sorprendieron al observar con qué rapidez los demás miembros de la isla aprendían el truco. En pocos años, todos los macacos de la isla habían aprendido a quitar con agua, la arenilla y suciedad que hacía a la cáscara del tubérculo, algo un poco molesto para la ingesta. Sin embargo, el fenómeno dio un salto espectacular cuando los científicos notaron al cabo de seis años que, con igual énfasis, los monos del continente (los cuales no tenían contacto alguno con la isla) también comenzaron a lavar sus alimentos antes de ingerirlos.
Para Sheldrake, el comportamiento de los monos de Koshima y el aparentemente inconexo fenómeno de cristalización simultánea en distintos laboratorios del mundo, responde a un mismo orden de sucesos. Si cada hecho, acción, o creación formara o reforzara una suerte de “memoria inherente” en el espacio del universo, esto podría alterar otro hecho dado en un tiempo futuro sobre elementos similares. Es decir que, si la acción de lavar batatas de un mono surgiera sin un patrón o “campo mórfico” preexistente en el universo, cuando el segundo mono lo hiciera, la acción parecería más “instintiva” a la especie. Si los siguientes monos decidieran intentarlo, el campo mórfico correspondiente a “lavar batatas” sería usado y a la vez reforzado por tales acciones, y así, un mono que no estuvo en contacto físico con otro de su misma especie, podría conectar aún su comportamiento con el de sus iguales mediante el campo mórfico universal. Del mismo modo, un compuesto químico que carece de campo mórfico en el presente será mucho más difícil de cristalizar que otro cuyo campo haya sido ya formado por un primer compuesto.
Es decir que, un comportamiento de un elemento cualquiera del universo, tanto sea animal, vegetal o (tal como es demostrado con los cristales) mineral, crea una especie de memoria residente capaz de ser transmitida a elementos de la misma especie o similar. En efecto, cuando más similar es un elemento a otro (dos animales de la misma especie) más fácil es que este campo mórfico sea transmitido entre los elementos. En palabras del propio Sheldrake, “Cada especie animal, vegetal o mineral posee una memoria colectiva a la que contribuyen todos los miembros de la especie y a la cual conforman. Si un animal aprende un nuevo truco en un lugar, por ejemplo, una rata en Londres, le es más fácil aprender a las ratas en Madrid el mismo truco. A cuantas más ratas londinenses se les enseñe ese truco, tanto más fácil y rápido les resultará a las ratas de Madrid aprenderlo”
En efecto, tal experimento fue llevado a cabo en numerosas ocasiones. Un clásico ejemplo es la prueba de inteligencia con que el Dr. William McDougall sometía a las ratas. McDougall medía la inteligencia de diferentes roedores para resolver un laberinto dado; a las ratas catalogadas como “inteligentes”, las apareaba entre sí, y a las ratas “torpes” las sometía a igual cruza. Los linajes torpes e inteligentes se mantenían aislados entre sí, y el experimento se extendió por más de cincuenta años, comenzando en la Universidad de Harvard y continuando en Escocia y Australia. El resultado final fue tan sorprendente como significativo: diez, veinte y sucesivas generaciones más adelante, las ratas de ambos linajes se hacían cada vez más rápidas en resolver el laberinto, sin estar antes expuestas a la prueba. Tanto las torpes como las inteligentes eran capaces de terminar la prueba unas diez veces más rápido que las ratas originales. Hasta el momento, no existen más teorías que la del campo mórfico para interpretar el resultado de tales fenómenos.
De hecho, hasta el momento, no existen teorías sólidas para explicar el extraño comportamiento de las ratas, ni de los monos de Koshima o la cristalización simultánea de nuevos compuestos químicos, más que las expuestas por Rupert Sheldrake. De cualquier forma, verdad o mentira, cuento o realidad, el campo de las ciencias holísticas parece no encontrar aún cabida, en un mundo en el que el “método científico” reina como amo y señor del pensamiento general.